sábado, 28 de marzo de 2009

SOLEDAD (cuento)

SOLEDAD
La lluvia cae sin cesar. Son las cinco y las luces ya encendidas ponen destellos refulgentes en el asfalto, en los faroles, en las ventanas de las casas. No sabe cuándo comenzó la tarde, allí encerrada, entre cuatro paredes, no atina cómo acaba el día y comienza la noche. Desde la madrugada llueve sin cesar, una lluvia desquiciada, alevosa y fría. Marina camina apresurada, salta charcos, evade cunetas por las que el agua corre sin cesar, resbala. No cae. Está empapada. El autobús se retrasa. Por fin llega a su casa, una pieza pequeña, donde apenas cabe un sofá-cama y un par de sillas. Se tumba en el sofá. Tiene frío, mucho frío. El viejo abrigo que cuenta muchos años ya no la abriga. Se lo quita y lo tira sobre una de las sillas. Soledad la mira y se acurruca entre el hueco que dejan sus caderas y un descolorido almohadón. El tiempo pasa y ellas, en la misma posición, miran caer la oscuridad de una noche que no parece tener fin. Una noche que se parece a un manto de luto acentuado sobre afligidos deudos.
Mira Soledad, hoy he tenido un día horrible. A Mrs. Lane la llevaron al hospital. Comenzó a vomitar, a temblar, y no tuve más remedio que llamar a la ambulancia. Fue preciso forcejear con los paramédicos para que me permitieran acompañarla. Soy su única amiga, la persona que por más de diez años la ha cuidado. Se agarraba a mi mano, gemía, y entre temblores suplicaba que me dejaran a su lado. La acompañé. Me quedé en la antesala de Emergencia. El silencio, pesado, interrumpido a veces por la llegada de algún médico o por la salida de una enfermera, me afligía. ¿Me estás escuchando Soledad? Por favor, no duermas mientras te hablo. Mira que eres a quien le cuento todo. Quién mejor que tú sabe de mi vida. Vida miserable de ilegal, de mujer sin papeles, que vive atendiendo viejos ajenos, limpiando mierda, aseando pisos... ¡Por favor, escúchame!
Soledad abre sus ojos soñolientos, la mira como quien mira desde lejos, se arrebuja en el sofá, extiende sus extremidades y la mira de nuevo, esta vez con la mirada perdida, como si no entendiera nada. Se acurruca a su pecho y vuelve a dormir.
Oye, oye esto, Soledad. Cuando después de cinco horas salió el médico y me pregunto ¿Es usted su pariente? Si, le dije. La señora ha muerto. Se me cayó el alma. Lo dijo con tanta frialdad como la que a esta hora ronda por las calles. ¿Sabes Soledad? No dije nada, y aquí estoy, contándotelo a ti. Después llamé al hijo que vive Atlanta y nadie respondió. Le dejé el mensaje. No, no lo conozco. Nunca lo he visto. Jamás vino a visitarla. La enterrarán dentro de unos días, pasada la autopsia, los trámites, ya sabes cómo son las cosas. Ya tenía pagado el funeral y los detalles los había dejado por escrito. Seré la única que la acompañe, supongo. No me mires con esos ojos de indiferencia, Soledad, ya te dije que no sé si el hijo vendrá. Lo que sí doy por seguro es que de ahora en adelante no sé qué será de mí. Nos queríamos mucho, como familia, decía ella. Nos teníamos una a la otra, y aunque a veces surgían encontronazos, disparidades, no hubo nada que nos separara, más que su tacañería. Era tacaña, tan tacaña que se resistía a que tirara a la basura cualquier resto de comida, y cuando lo hacía, me contestaba que no sabía yo lo que era pasar hambre y frío, que lo pasó cuando sus padres, con tres años, la trajeron de Italia. Fue terrible, me decía. Nos desnudaron, todos juntos, hombre, mujeres y niños, y nos bañaron con líquidos y jabones, como si de animales enfermos se tratara.
¡Cómo si no supiera yo lo que es pasar trabajo! Si desde que llegué no he hecho otra cosa que pasar por toda clase de calamidades. Y ella lo sabía, por eso me pagaba poco y solo me permitía un día libre en todo el mes. Me explotaba Soledad, me explotaba… como se explota a un indocumentado. Pero como no tenía dónde ir, me aguantaba. ¿Sabes Soledad que prefiero suicidarme a volver a mi país con la derrota a cuestas? Soledad, haz un esfuerzo, no te duermas. ¡Ah, estas despiertas! ¿Me has escuchado? Mira que eres terca. Tan bien que te trato y tú como si nada. Mira, lo que te traje… Ven. No, no te vayas... deja que acaba de contarte…
Soledad estira las extremidades, lanza un ronroneo, se levanta del sofá y se va al rincón donde encuentra cada día migas de pan humedecidas en leche y una colcha desteñida en que acostarse.

viernes, 27 de marzo de 2009

AMAS DE CASA

AMAS DE CASA.
En Reino Unido se ha puesto en venta un CD con canciones para amenizar el trabajo de las amas de casa. Muchas han puesto el grito al cielo. Que si es machista, esclavista, que si esto, que si aquello. En la lucha por la liberación femenina no se tuvo en cuenta a las mujeres que quisieran seguir haciendo la comida, atendiendo al marido y a los hijos. Ser ama de casa no es un desprestigio. Ojo, siempre y cuando no sea una imposición. Además, las mujeres, desde que nacemos, trabajamos dentro y fuera de la casa, entonces, porqué no alegrarnos la vida escuchando música mientras hacemos los oficios. Bueno sería que el marido y los hijos ayudaran, pero ese es otro cantar.
Las mujeres, sin excepción alguna, tenemos múltiples facetas. Las hay que después de salir del trabajo y preparar la cena, se ponen a bordar. Hace poco, en un viaje a Santiago, me encontré en el autobús con una mujer, joven y bonita, que iba tejiendo. No pude aguantarme y le pregunté si había más que hicieran ese trabajo. Me contestó que sí, que pertenecía a un grupo que bordaba iniciales en sábanas y toallas, tejía manteles y encajes, y que todas eran profesionales universitarias y trabajaban fuera de casa. ¿Será por hobbies? No las vendemos a tiendas muy exclusivas, para gente de gusto refinado.
Son las “mujeres liberadas” que no nos permiten elegir. Se puede ser feliz cantando y cociendo, creo yo. Pero nos quieren en un banco comercial de ocho de la mañana a nueve de la noche. La liberación femenina nos ha dado mucho, es cierto, pero nos ha impuesto otro tipo de esclavitud. Hay mujeres que piensan y hablan por todas. Y no es así. La libertad consiste en el poder elegir. Elegir quedarse en casa o salir a trabajar, en beberse unas cervezas con las amigas a la salida o regresar a casa y ayudarle a los hijos en la tarea. Los oficios de la casa son pesados, interminables y sin remuneración. Pero no creo que a Michelle Obama, a Margarita Cedeño, a Milagros Ortiz o a Hilary Clinton se le caigan los añillos por preparar la cena, trapear la sala o ir al supermercado para hacer la compra.
Profesionales o no, a las mujeres nos encanta ver la casa reluciente, la cocina impecable, la ropa bien planchadas y la mesa apetitosa ¿o no? No todas tenemos sirvientas, y si la tenemos hay que saber hacer las cosas para poderlas dirigir. Es cuestión de saber repartir el tiempo, y sobre todo las madres enseñar a los hijos a arrimar el hombro, para que luego sean maridos solidarios. Nos quejamos de que no hacen nada. Pero si no le enseñamos desde niños a tender la cama, entonces no nos quejemos que de adultos dejan los platos sucios en la mesa y la ropa tirada por el suelo. ¿OK?
Pero volviendo a las canciones, es mejor hacer los oficios con música, a hacerlas refunfuñando. Cantar es una delicia. La mujer que canta, es feliz, digo yo. Lo que sí molesta es que, la cena que nos llevó dos horas preparar, el marido se la traga en dos minutos, sin levantar la cabeza del plato y sin siquiera dar las gracias.
Ligia Minaya
Denver, Colorado

martes, 24 de marzo de 2009

Carta de Desamor

Carta de desamor.
Querido Víctor:
Recién salgo de hacerme una cirugía en la que me han rebanado las caderas, aumentado el busto, alzado los párpados y rellenado mis labios de silicona, sin contar los pinchazos de butox que me han dado en toda la cara, y me encuentro que andas con otra. Poco ha faltado para que, mientras permanecía vendada, como una momia, la llevaras a los pies de mi cama a presentármela. Y yo, que todo lo hice por ti, para que no dejaras los ojos tras las respingadas nalgas de la hija del vecino, ni se te cayera la baba ante la esbelta figura de la secretaria de tu hermano, veo que mi sacrificio ha sido en vano. Ya ni te digo que el médico me recetó unas medicinas fortísimas para la caída del pelo, esa melena que tanto acariciabas a la hora de dormir y que ahora tengo que confesarte: eran extensiones.
Pero nada, dentro de un par de meses estaré como nueva, más joven y más atractiva, y sobre todo libre. Sí, libre de la esclavitud que me imponía el querer aparentar veinte años cuando en realidad tengo cuarenta. Ahora, tan pronto me reponga de las heridas de la cirugía y de las morales que tu veleidad me ha infligido, me dedicaré en cuerpo (por supuesto, mejor que el que conociste) y en alma a buscar un compañero. Y cuando hablo de compañero, me refiero a un hombre que vea más allá de lo que ven tus ojos con gafas para la miopía y el astigmatismo. A uno que busque una mujer para amar, para entregarle sus mejores años, para salir a caminar y ver caer el sol, hablar de sentimientos, y no como tú a quien solo le importan los acontecimientos. Un hombre entero, al que solo le interese yo como mujer, a la que en breve, puedes apostar, las heridas serán cosas del pasado.
Nunca más pasaré por un quirófano a menos que sea para algo tan fuerte que amerite cirugía, pero a ti te recomiendo que busques quien te rebane la barriga y sobre todo quién te ponga en firme eso que te cuelga.
No pienses que no voy a llorar. Lo haré. Pero sólo por un tiempo. El necesario. El que se guarda por un duelo, dedicado a ti, que ya para mí, estás muerto.
Adiós, y que te vaya bonito.
Amelia

La Diáspora

LA DIÁSPORA
Es un paquete de hojas que arrastró el viento. Cada quien con sus motivos y circunstancias. Aquí estamos a todo lo largo y ancho de la Unión. También en Europa, Asia y hasta en Burundi. No hay lugar del mundo donde no haya un dominicano. Pero si algo caracteriza la diáspora, son los recuerdos. La Patria se vuelve olores, sabores, música, sonidos, la charla con el amigo, el colmadón, el abrazo, la conversación con la vecina y tantas cosas y cositas que se quedaron atrás. Y más que todo, nostalgia. En especial cuando nieva y ese manto blanco trae el olor a café recién colado, a puerco asado, a calle llena de alegría, a jengibre, aguinaldo y a “Cima, Sabor Navideño”.
Te tienes que acostumbrar. ¿A qué? A un idioma que suena a piedra masticada, a un frío que te entumece los huesos, a unas gentes que no te miran a los ojos, y si te miran lo hacen con curiosidad o con recelo, a un silencio que, veces es bueno, pero apabulla, a unas costumbres y a un país que nunca será tuyo. Pues mira que no. Somos lo que somos, lo que hemos sido y lo que seguiremos siendo. Dominicanos de la diáspora, pero dominicanos al fin y al cabo.
Y me preguntarás ¿Qué haces tú allí? Pues mira, nunca pensé, ni en los peores momentos, dejar mi país. Pero la vida me arrastró, y le he preguntado a Dios, pero no responde. Supongo que tiene un plan. No lo sé. Y espero a que se decida y me lo cuente. Alguna vez he visto una lucecilla, y me aguanto. Tiene cosas muy bellas este país. Sobre todo el orden, la ley y el cuidado. Algo que nosotros no tenemos. Desde donde vivo, Denver, veo las montañas coronadas de nieve eterna, me llega el olor de los pinos y el cantar de las aves en primavera. Aún así, me hacen faltas las cotorras que en octubre cruzaban alegrando mi balcón. Al decir del poeta César Sánchez, “La diáspora es un pedazo de la patria itinerante… son espejos donde la Patria se mira.” Y así es. Traemos nuestras vidas, nuestras costumbres, nuestra cultura, como un pedacito de la patria bajo del brazo.
Vivimos con una espina que nos divide entre lo bueno de aquí y lo bueno de allá. Siempre será así. Añoraremos el vecindario, la chercha, la cerveza bien fría, las habichuelas con dulce, que aunque la hagamos aquí, las de allá siempre serán mejores. No es lo mismo venir de vacaciones, el Mall, los museos, conciertos, las praderas, que vivir aquí para siempre y más aún, con nostalgia. Dicen que la nostalgia es un lirio morado de crece y se alimenta con los recuerdos, y de lirios morados está sembrada la diáspora. Es cierto que unos están en circunstancias peores, sin recursos para volver en Navidad o Semana Santa. De todos modos, las sombras de lo vivido en esa isla compartida, se amontonan. Trepa como la hiedra y amenaza con las lágrimas. No todo es malo, por supuesto. Está la esperanza de volver todos los años. La invitación para jugar dominó, un buen cocinao, y la conversación que nos vuelve a remitir con la nostalgia, esta vez con unas cuantas “fría”.

Ligia Minaya
Denver, Colorado.
DL. 14 Junio 2008
Mi Abuelo Fello

De Ligia Minaya

Era talabartero. Un oficio olvidado y desconocido para las nuevas generaciones. Inclinado sobre su máquina pasaba el día haciendo sillas de montar, esterillas, correas para los estribos y las espuelas, fustas con que se azuzaban los caballos y correas para hombres. Una labor que ejerció con dignidad, y aunque ya la fiebre del automóvil había desplazado las monturas, él seguía en su afán.

A pesar de todo, conservaba algún cliente, como Don Jacobo de Lara, que llegaba en su alazán, a charlar y a encargarle alguna pieza. Se levantaba de madrugada y se instalaba en su taller. Allí estaba hasta la hora de comer y volvía luego de dormir la siesta. Era su vida, lo que siempre hizo, y de no hacerlo se iría muriendo poco a poco. En la noche, después de cenar, la abuela se acercaba y los dos, en sendas mecedoras, comentaban los acontecimientos del día. Los domingos, sin falta, a las retretas. Una silla al lado de Don Tilo Rojas, el director de la banda de música, para disfrutar de alguna pieza clásica y los danzones que tanto le gustaban. Para esa ocasión vestía un impecable flux blanco de dril presidente, sombrero y zapatos negros. Jamás usó, ni para trabajar, una camisa que no fuera blanca. Cuando comenzaron a usarse los colores en los hombres, le regalé una de color beige muy claro que nunca se puso, o mejor dicho, sí se la puso, por unos minutos, para complacerme. También había tertulias cada tarde. Don Vicente de la Maza y Don Pablito Rodríguez, quienes eran enemigos, se asechaban el uno u otro para no coincidir. Era la hora de tomar una aromática taza de café, junto al Dr. Sanlley, Doroteo Regalado y otros compañeros fieles a la cita. Hablaban en voz baja. Porque en tiempo de la dictadura no podía ser de otra manera. Estoy orgullosa de haberlo tenido como abuelo. Cabal de los pies a la cabeza. Respetuoso, al que jamás le oí levantar la voz.

Mi mayor alegría era acompañarlo a Santiago, a la Tenería Bermúdez (no sé si existe todavía), a comprar pieles para aquellas hermosas sillas de montar. Todavía siento el olor penetrante con que "curaban" aquellos cueros hasta convertirlos en pieles relucientes.

Luego nos íbamos paseando por la calle El Sol, me compraba un helado y nos deleitábamos en las vitrinas. Había complicidad entre abuelo y nieta, quizás por ser la primera y vivir bajo su amparo. Si es que hay otra vida que se repite como ésta, quiero volver tenerlo como abuelo. Éramos pobres, con esa pobreza digna que había antes. Con el abuelo aprendí a amar la lectura.

Recibía El Caribe, cada día, y yo, después del colegio, me sentaba a su lado y leía lo que pasaba en el país, que era poco o nada lo que se decía en ese tiempo. En lugar de ser él quien me contara cuentos, yo se los contaba a él.

De ahí me viene el oficio. Cuando murió, yo estaba a su lado. Lanzó un suspiro y con él se le fue la vida. Esa escena también está conmigo. Murió como vivió, en paz. Fello Minaya siempre estuvo rodeado de sus hijos e hijas y de esta nieta que hoy lo recuerda con amor. Denver, Colorado.
Estoy orgullosa de

haberlo tenido como abuelo.

Cabal de los pies a la cabeza.

Respetuoso,

al que jamás

le oí levantar la voz.
SIÉNTATE JUNTO A MÍ
Ahora que está ahí, esperando a que abra la puerta, con un abrazo de manzanilla, nomeolvides, canela y albahaca, con tu cara de niño bueno, y te miro desde las sombras de mi rutina, no sé qué hacer. Mi corazón hace mucho que vive en soledad, puso una tranca a la puerta y, te juro que aunque quisiera, no puedo abrirla. No sé dónde está la llave. Quizás la ha perdido y no se atreve a decírmelo. Tú, sin palabras, me inquietas con el manojo de tus manos impacientes.
Es que hace tanto tiempo que mi corazón no deja entrar a nadie que no sé si quisiera recibirte. Un día se acomodó en la penumbra y junto al silencio vive su enorme soledad. Del viejo roble cortó una rama y fabricó la tranca. No dejó ventana abierta ni para que entrara el sol, sólo hendijas por donde alguna vez se le oye cantar recuerdos y nostalgias. Y ahora llegas tú con un atado de besos y de espigas. Con sueños envueltos en la piel, y te sientas paciente a entonar serenatas de versos con arpegios y con aromas, no sé por cuánto tiempo. Pero el tiempo es siempre-tiempo y tiempo-siempre.
¡Está bien…! Sentémonos a esperar el alba y las auroras. Yo tomaré tus manos en las mías y aspiraré tu ramo de ilusión, pondré a hervir el agua que caliente la canela y adornaré mi pelo. Pasará el amanecer y llegarán atardeceres y auroras. No podré darte fechas, ni explicar motivos, porque tampoco puedo asegurarte nada. No es cuestión de horarios, ni de plazos, ni de fechas, ni de apretar la marcha, ni derribar la puerta. Es que se aprende a vivir en soledad, y es la soledad la amiga-compañera-solidaria que no se deja por un desconocido. El silencio se hace costumbre, y nada más. Por eso ahora, es difícil aceptar la compañía, compartir las palabras, la mesa y hacer un lugar junto a la cama. Se hace tan difícil que por no compartir, ni las lágrimas, ni las penas, se comparten,
No exijas. No pidas. No reclames. No descubras tus prisas. Ahora que llegaste hasta mi puerta, espera a que mi corazón te abra, si es que abre. Siéntate junto a mí. Cuéntame de ti, de sus sombras y tus luminosidades, si vienes de valles o de montañas, si dejaste la piel en otros brazos. Dime si juntos podemos abonar la tierra y tu mano y la mía podrán bordar las sábanas. Si seremos nosotros, o si sólo seremos tú y yo, quizás tú, quizás yo, o después, sólo yo.
Por favor, no me pidas que cambie mi rutina, ni mis peces, ni apague el tono libre de mi risa, ni desnude mis libros. Si quieres esperar, respeta esto: Mis silencios, mis momentos negros, mis días luminosos y con estrellas, mis noches de luna menguante y mis atardeceres grises. Quizás esa sea la llave de la puerta.
Te tomo como eres. Te dejo tus espacios, tus libros de astronautas, tus amigos y tus cervezas frías, y al conjuro de de los espacios permitidos puede que se abra mi corazón al tuyo. Tal vez así, con tu ramo de albahaca, canela y siempreviva esparciendo sus aromas de amores y consuelos, pueda mi corazón volver al recinto del amor más tierno para que seamos un solo amor y un solo cuerpo. Conserva para ese momento tu abrazo de nomeolvides para adornar la casa. Tus brazos fuertes para encender el fuego y tu aliento tibio para probar el vino.
Ligia Minaya
19 de febrero de 1996
Última Hora (periódico vespertino)